"El suburbio está en todos lados"
Por Analía Farjat
Es uno de los referentes indiscutidos del cine argentino. Sus películas se exhiben en toda Latinoamérica. A partir de este sábado, un ciclo de INCAA TV permite asomarse a su filmografía.
Aunque él prefiera no decir “ independiente” –una palabra que juzga “gastada”–, es esa condición de pionero de cierta estética lo que hoy por hoy lleva a sus películas en combo por México, Chile, Perú. Su estilo responde a la intención de que todo resulte “absolutamente creíble”. Para lograrlo, filma con una sola cámara, sitúa sus historias en escenarios exteriores (de manera tal de ahorrar luz), apela al sonido directo y a vecinos, amigos y familia como protagonistas de sus historias. Y los recursos están subordinados a las ideas: hacer lo que quiera, cuando quiera es el primer postulado de única independencia que cuenta. Y, más importante aún son las ideas que atraviesan sus films, marcadas por ese Conurbano profundo del que prefiere no moverse ¡Ni siquiera para asistir a sus propias retrospectivas!
–Hace poco se hizo una muestra de tus películas en México. Antes estuvo la de Chile y ya se vienen las de Perú y México. Pero vos no viajás, ¿por qué?
–Es un vicio que han inventado los directores de cine. Yo no tengo que ir, salvo que me gustara viajar, pero no me gusta. Me parece que lo importante es que se vea mi obra: yo estoy recibiendo devoluciones maravillosas de México. Internet está plagada de notas sobre la retrospectiva con una repercusión enorme. Y en las redes sociales tenés chicos muy chicos, de 18, 19 años, que descubren aquellas películas del ’97 y dicen que son, como dicen ellos, muy “guay”, que soy un director “punk”. Y yo digo qué bárbaro, cada vez estoy más grande y mis seguidores cada vez son más chicos.
–¿Cómo explicás que a pesar del tiempo transcurrido, tus films sigan tan vigentes?
–Pasa que el tema que uno toca es universal. El otro día lo hablábamos con la gente que se quedó al debate de Al final la vida sigue, igual (ver recuadro). Es una película que la podés pasar en cualquier lado. Como no tiene tango ni canciones, no hablo de cosas muy de acá, es una historia que puede ocurrir en México, Bogotá, Chile. El suburbio está en todos lados. Yo hago historias que son duras, pero la gente se ve reflejada en ellas, tal vez porque no tienen golpes bajos. Quizá ahora con el tiempo, las hago con un poco más de dulzura, con mucha más poesía. No me interesa bajar línea: soy como una mosca en la pared, que se mete ahí a ver.
–En tu última película, Al final la vida sigue, igual te han elogiado mucho el tema del sonido. ¿Qué cambió?
–Al hacer tantas películas, voy buscando la manera de no aburrirme, de ir perfeccionando y puliendo, y ser cada vez más músico de jazz, constantemente improvisando sobre la marcha. Pero el sonido me empezó a inquietar hace varias películas, y como no uso música porque no tengo plata para pagar a los señores de donde ya sabemos, entonces trato de armar una banda musical con sonidos de barrio. En esta metí predicadores, aviones que me remontaban a cuando era muy pibe, aviones que pasaban una publicidad del circo, y ruidos, obsesivamente. Y el off me interesa mucho. A mí me gusta mucho más sugerir que mostrar. Al contrario de esa tendencia, no sólo argentina sino universal, de siempre estar mostrando lo que estamos diciendo.
–La decisión de no usar música es uno de tus lemas.
–Son temas en los cuales sería muy fácil caer en bajar línea, usar la música como golpe bajo, como en La mecha, donde pude haber puesto un pianito y un viejito caminando y terminábamos todos llorando. Eso de manipular la emoción con el sonido… Yo manipulo el sonido de otra manera. Con el tiempo aprendí eso. Al principio era más rocker, más pop. Si querés, ahora soy más punk, estoy cada vez más austero, más contemplativo, hasta más autista. Cada vez me siento más afuera de todo, pero haciendo lo que tengo ganas y eso es lo que me pone feliz.
–¿Cómo es el enganche con los jóvenes? ¿ Qué te dicen?
–Hay pibes con mucha cabeza, con una posición ante la vida que no es boluda, preocupados por la nueva sociedad. Yo no tengo que mostrar a un pibe fumando paco porque no me hace falta. Es una estupidez mostrarlo. A los que vienen y me dicen “me gustó tu película”, yo les digo “a mí me gustan las tortas”. Las películas no son para que te gusten, son algo más profundo. Como una chica que me escribió después del estreno de mi última película, diciendo que había dos o tres imágenes en las que no podía dejar de pensar y quería charlarlas conmigo. ¡Tiene 23 años! Y le estás mostrando una vida que no tiene nada que ver con la de ella. Y eso está bueno. A mí no me interesa la vida de una gorda de Recoleta: no le veo nada de interesante. Ya hay gente que hace eso. Yo tampoco vivo esa vida, pero sí me interesa ser cronista de la vida de esa gente.
–Otra de las características de tu cine es que no trabajás con actores profesionales. ¿A esa gente que protagoniza tus películas se le modifica algo?
–Le modificás ciertas cosas. El ejemplo más claro que tengo es el de Galván –protagonista de tres de sus films– , que en Late corazón, con sus 82 años, hizo su primer película. Y después, La mecha. Imaginate un tipo de 85 años, que lo reconocen, los llaman las radios, de los diarios. El tipo a los 85 años se dio cuenta de que es importante. Y yo lo hice ser importante. Y eso me gusta. Y en Friburgo tuvo el premio al mejor actor. Eso fortalece mi teoría de que cualquiera puede actuar. No tengo que poner a Federico Luppi. Un simple señor que trabajaba en la municipalidad se llevó el premio a la actuación. Ese tipo de cosas, sacá lo del premio, están buenas. No me sorprende, porque siempre hice lo mismo. En la Trilogía (ver recuadro), trabajaron tipos que laburaban conmigo en el diario. No es que ahora hago eso. Y también he laburado yo porque, como nadie me daba bola al principio, entonces actuaba yo. Después, con el tiempo se fue convirtiendo en moda. Alguien se atrevió a decir: “Hay que trabajar con no actores”. Pero yo digo: “¿Qué carajo es no actores?”.
Al final, la vida sigue, igual
Por Jorge Bernárdez
A simple vista la nueva película de Raúl Perrone se llama igual que una vieja canción de los ’70, una canción que es un emblema de lo vital, de una visión optimista de las cosas, un éxito de Sandro, nada menos. Pero la coma en el título marca la diferencia y entonces esas mismas palabras que en el título original transmitían eso que dijimos antes, ahora, en manos de Raúl Perrone modifican considerablemente la intención.
Los personajes que habitan en las calles de Ituzaingó vuelven otra vez y Perrone los retrata instalando su cámara entre ellos, no para juzgarlos sino para acercarnos retazos de vidas que siguen, igual a como las dejamos en la última película. Volvemos a acercarnos a los protagonistas de Los actos cotidianos. Pero hay una ausencia notable esta vez, ya que no está Galván. El abuelo de los chicos que aparecen en la película y a quien Perrone le reserva un plano para que lo veamos seguramente por última vez, deambulando a través de una especie de bosque. Una aparición fantasmal que lejos de provocar miedo transmite paz y serenidad.
Los momentos que Perrone logra captar son emocionantes a veces, tensos en otros, pero su cámara no deja de crear cine en estado puro. Los adolescentes que pasan las horas en la esquina, que hablan entre ellos sin que el que mira termine de entender el código que los une. Las mujeres que intercambian frases banales. El sexo, la promiscuidad entendida como algo natural, el hacinamiento en casas descascaradas que el espectador adivina húmedas y frías gracias a que Perrone va más allá de la mirada del entomólogo y elige estar al lado de sus criaturas.
El sonido ambiente acompaña a esa mirada ubicua de la cámara de Perrone. Hay momentos en que la inseguridad de la calle se hace presente pero no con la indignación burguesa que elige vigilar y castigar, sino del lado de los habitantes de esos barrios marginados. Se escuchan sirenas y uno sabe que están ocurriendo cosas. No necesitamos ver las escenas explícitas de la marginación porque el desamparo está notablemente mostrado. No se necesita largar discursos altisonantes para que el cine transmita un mensaje. A la banda de sonido de estas viñetas con las que Perrone vuelve a pintar su aldea para mostrarse universal hay que agregarle la notable utilización de un remix de Mi cuarto, un tema emblemático de los adolescentes de clase media de los años de la dictadura que adquiere nueva vida, esta vez con un ritmo punk, como una demostración de que el Perro, además de buen ojo, tiene buen oído, ya que el remixado de esa canción de Vivencia es producto del genio de Perrone.
Es como dice el título: La vida sigue, igual, y Perrone nos da el gusto de que él siga filmando igual de sólido y de convencido con respecto a lo que su cine está destinado a demostrar.
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